viernes, 20 de marzo de 2009

El Moro



No imaginé nunca verme puesto en una situación así. Contando segundos con la mirada fija en un grano de azúcar muy cuadrado, casi perfecto. Diferente, grande, hipnotizante y transparente, pirrado a un cuerpo curvo que de no ser porque parecía que lo habían arado, sería como una salchicha un poco más larga de lo normal, escarchada, como el tiempo que ocurre mientras pienso en la procedencia de este cubo cristalino, más grande que los otros y también diminuto.

Los demás cubitos me miran contemplarlo, seguramente envidiosos, curiosos por saber qué es lo que mantiene mi mirada amarrada a su simil diferente. “-¿En qué radica la atención obsesiva que le tienen a este?-”, dirán entre ellos. “-Mira sus ojos, están fijos como los de un muerto-”, comentarán intrigados refiriéndose a mi, a mis ojos clavados, a mi cabeza recostada en la mesita donde hasta hace un tiempito, tomaba chocolate caliente de una taza blanca pegajosa y harta de espuma.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que el granito perfecto de azúcar se postró delante de mí para no dejarme volver la mirada a otro lado, para no dejarme oir nada, para no poderme mover ni un ápice, paradarme cuenta de que mi mente vacía experimenta el insufrible impulso de gritar todas las ideas de las que carece.

Lentamente estoy dejando de pensar.


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